jueves, 8 de marzo de 2018

La restauración totalitaria en China

El preocupante despertar autoritario del gigante asiático


Xi Jinping, presidente de China. Fuente: TDP.
            Un cambio silencioso y sutil, pero sumamente importante, se viene sucediendo en el país más poblado del mundo desde la asunción de Xi Jinping como presidente en 2013. Consiste, básicamente, en la restauración del totalitarismo que, con Mao, provocó la muerte de más de 60 millones de inocentes por hambruna y represión, en nombre de una ideología comunista de extrema izquierda completamente inhumana. Sólo que ocurre en un contexto diferente.
China es ahora una potencia económica en ascenso y una fuerza militar en proceso de modernización y expansión, con la capacidad de amenazar el orden mundial. Se trata, nada menos, que del país más poblado del planeta, con unos 1.400 millones de habitantes (casi el 20% de la población global).


Si bien es una nación subdesarrollada (su PBI per cápita fue en 2016 de unos € 7.319, frente a € 52.085 de Estados Unidos), lo cierto es que su enorme cantidad de población le concede un peso económico y una proyección de influencia geopolítica de inmensas proporciones. Basta mencionar que la producción total de Estados Unidos fue en 2016 de casi 17 billones de euros, mientras que China alcanzó los 10 billones.
En las próximas semanas, el parlamento chino (en los hechos un mero apéndice del Partido Comunista gobernante) ratificará una enmienda a la constitución que habilitará la reelección indefinida y la eternización en el poder de Xi Jinping. Es el último paso de un proceso de concentración del poder que viene avanzando desde hace años. Parte de dicho accionar fueron la masiva persecución de más de un millón y medio de funcionarios públicos (con motivo de la paradójica campaña anticorrupción sin Estado de Derecho), la acentuación de los resortes de censura y represión contra la población, las purgas sistemáticas en las fuerzas armadas para lograr su total subordinación y, también, una fuerte apuesta por el culto a la personalidad del líder.   
            La medida de borrar el límite de dos mandatos para el presidente es significativa, no sólo desde lo político e institucional, sino también desde lo simbólico. Dicho freno fue inscripto en la constitución de China tras la muerte de Mao Zedong en 1976, bajo la gestión del aperturista y reformista Deng Xiaoping. Luego del desastre ocasionado por Mao, Deng advirtió sobre los peligros del culto a la personalidad y, en lugar de ello, impulsó el liderazgo colectivo del partido. Desde entonces, una especie de oligarquía partidocrática autoritaria gobernó China, con mano dura, pero con mucho mayor grado de debate, apertura y consenso que en épocas del totalitarismo maoísta.
Fue así como se construyó el “modelo chino”, basado en un seudocapitalismo de Estado, en la captación de capitales externos con una mano de obra esclava ilimitada, en la fuerte integración comercial con Estados Unidos y en una estrategia mesurada de “ascenso pacífico”. Esta última consistía en adoptar una política exterior de perfil bajo, que evitara suscitar temores en torno al potencial poderío chino.
            Ahora, mientras concentra el poder y se dedica a la restauración del totalitarismo perdido, Xi Jinping no duda en alterar aquello del modelo chino que le venga en gana. Ha incrementado drásticamente el gasto militar e iniciado una campaña agresiva y expansionista sobre el mar, al cabo que ha extendido la influencia china bastante más allá de su vecindario regional, como queda reflejado, por ejemplo, con la fuerte ayuda y apuesta a favor del dictador Nicolás Maduro en Venezuela. 
            A lo largo de la historia de la humanidad, queda reflejado que los países más democráticos, con mayor calidad institucional, seguridad jurídica y estabilidad, tienden a un bastante mayor desarrollo que el que consiguen los Estados autoritarios. Sin embargo, estos últimos pueden acceder a un poder comparativamente similar en dos ocasiones: cuando su población es bastante mayor o cuando, por factores externos, acceden a un nivel de riqueza, no quizás del nivel de los países desarrollados, pero bastante superior al que daría lugar su propio proceso de capitalización interna. Ambas condiciones se cumplen en el caso de China, lo que la convierte (más aún si fuera en alianza con Rusia), en una potencial amenaza a futuro para la hegemonía global de las democracias.
            Cuando el poder de las democracias y de los autoritarismos se nivela, generalmente algún dictador se ve tentado a buscar destruir la amenaza democrática en todo el planeta. Esto ocurrió, por ejemplo, en el caso de la Alemania nazi o de la URSS, aunque bajo estrategias y formatos muy diferentes. En el caso de China, su poderío podría orientarla en el mismo sentido.
No es que el gigante asiático vaya a acabar con la libertad en el mundo de un día para el otro. De hecho, tiene todavía un trecho por delante para consolidarse como superpotencia. Pero sin dudas proyectará su modelo y sus intereses autoritarios hacia todo el globo, interviniendo y debilitando las democracias (acaso con know how ruso), protegiendo dictadores afines y violando sistemática e impunemente los derechos humanos dentro y fuera de sus fronteras, sin límite ni presión de ningún tipo. Pues, a diferencia de las democracias, al totalitarismo no hay institución ni opinión pública que lo altere cuando cae en excesos, lo que genera un efecto “bola de nieve” y de dependencia del error que exacerba los abusos y la violencia.
El gigante asiático ha logrado, en las últimas décadas, construir una imagen internacional pacifista, pragmática y racional. Lo ha hecho, no sólo con propaganda, sino con acciones concretas encaminadas al largo plazo. Pero ahora su economía empieza a dar muestras de ciertos límites estructurales, al tiempo que el poder político tiende a concentrarse por completo en un dictador personalista como Xi Jinping. Por eso, lo que vamos a empezar a ver es el verdadero rostro de China: el de un totalitarismo despiadado, inspirado en una ideología de extrema izquierda caduca e inhumana, que ahora se renueva con rasgos nacionalistas y seudocapitalistas.
China no representa, como pretende mostrar, la alternativa de la estabilidad, la diversidad y el multilateralismo en el orden internacional. Se trata, simplemente, del mayor totalitarismo de la historia, que está despertando con fuerzas renovadas, luego de haberle sacado una gran tajada de riqueza a la globalización usando su vasta mano de obra esclava como recurso estratégico.
En este contexto, es cierto que puede no ser tácticamente conveniente agredir y exacerbar a China. Pero las democracias deben reconocerla y enfrentarla como la amenaza que es para la libertad y los derechos humanos, no sólo dentro de sus fronteras, sino en todo el planeta. De lo contrario, el avance de la democracia y del desarrollo sustentable en el mundo podría retardarse en gran medida, con una gran cantidad de sufrimiento humano evitable de por medio.

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